Julio Carreras (h) - Mujeres II: II

Julio Carreras (h) - Mujeres II

Susana es el segundo relato de la serie "Mujeres". El anterior, "Carmina", cuenta la relación adolescente de un joven provinciano, con una porteñita de vacaciones. El siguiente, "La Negra" el mismo personaje con una militante revolucionaria de los `70 en Córdoba, Argentina.

Monday, May 16, 2005

II

¿Qué significaba mi abuela para mí? Recién a los dieciocho años lo había comprendido. Y fue una revelación tan potente que modificó no sólo mis actitudes hacia ella, sino también casi mi vida entera. Me ubicó, de una anterior posición donde abundaban los cuestionamientos y una cierta percepción entre vergonzante y despectiva hacia la anciana -cosa que originaba no pocos actos de agresividad apenas 
encubierta-, de aquella frívola negación pasé a la del converso que de pronto "siente caer ante sus ojos el velo" y advierte el panorama de su pasado pecador, con todas las caídas presentándose, cada una cual despiadado aguijón que no le dejará reposar en adelante. Del anterior enfurruñamiento del adolescente que comienza a quitarse el bozo y no quiere que sus amigos lo visiten en casa porque advirtió la "superioridad" de aquellos hogares pequeño-burgueses bien ordenados y limpios, en contraste con el propio que, aunque amplio, presenta el caos más adecuado a los ranchos de adobe que acostumbraron a habitar sus ascendientes no mucho tiempo atrás; del niño que siente incomodidad ante la posible comparación entre la Jita -como llamábamos con mi hermano a nuestra abuela- y esas viejas impecables, depiladas, enjoyadas, perfumadas, y que teñían el acicalado casco de pelo blanco con metálicos tonos azulinos, las cuales había comenzado a conocer desde que me hiciera amigo de algunos también impecables gañanes del centro, debido a mi ingreso en la Escuela Normal. Desde esa posición psicológica pasé, en suave desenvolvimiento caracterológico que duró unos tres años -más o menos entre los quince y los dieciocho- a una actitud devocional mantenida hasta su muerte (aunque ya no viviría mucho tiempo con ella porque, ¡ay!, me fui lejos de casa a los 23 años, y ella murió poco después, cuando yo tenía 26 y estaba en la cárcel, en Córdoba, durante la dictadura militar).
Pero entonces, a los dieciocho años, me encontré ante mi Mamá Viejita interiormente de rodillas, como si fuese la amante sombra de una Virgen, que casi desde que naciera había protegido mi cuerpo de niño neurótico y solo, sin pedirme absolutamente otra cosa más que ser yo mismo, en esa -siempre que se presenta- deslumbrante desposesión del amor. Con frecuencia he creído luego que ese amor me salvó de la locura, durante las numerosas oportunidades en que el egoísmo atroz desarrollado desde mi infortunada infancia me pusiera ante las consecuencias terribles de mi propia maldad.
A los 18 años, entonces, más o menos, mi conducta cambió. De impaciente y distante con ella me volví solícito. Apenas llegaba a casa le preguntaba si quería mi ayuda en alguna labor, si precisaba algún mandado. Y me parecía una hazaña que me ennoblecía, salir con la bolsa más gastada a comprar la carne, las papas, batatas, y todas las demás verduras para que mi abuela cocinara. 
Tal es la cultura machista y zonzamente "hidalga" del pobre tonto que es el santiagueño: se nos educa con la perniciosa noción de que todo trabajo físico es propio de seres subalternos y el hacer las compras de la casa propio de sirvientes. Pobres diablos que obtienen un sueldo trabajando de profesores o maestros se creen demasiado importantes como para lavar los platos y renuncian a una parte de ese magro salario para pagar a una muchacha -por otra parte siempre injustamente remunerada-, aunque ello los obligue a ciertas privaciones que se esfuerzan empeñosamente en disimular. Como esa influencia nos anula en parte para la vida, convirtiéndonos en inútiles menesterosos y acomplejados, sin posesiones ni habilidades pero llenos de fatuidades e impostados aires de grandeza, solemos atravesar frecuentemente por situaciones ridículas cuando nos toca vivir en sociedades más evolucionadas.
Por causa de esta mutilación social, el santiagueño medio suele pasar su existencia afanado por tres sistemas de sentimientos, ordenados sobre los leit-motivs de 1) la adhesión patética a minúsculos méritos verdaderos o imaginarios con la voluntad permanente de amplificarlos en toda ocasión que se presente; 2) una aguda hipersensibilidad para las "ofensas" u omisiones de tales méritos, de un modo tan meticuloso que asombra a un observador distante, cuestiones tan nimias como el lugar donde colocaron su silla durante una reunión, o si alguien lo saludó en la calle o no, hasta convertirlas en resentimientos que llegan a cargar durante toda su vida.
Cuando recuperé, pues, la autoestima y el aprecio por la cultura propia del ámbito al que pertenecía, me esforzaba para que todos mis amigos -y especialmente las muchachas pequeño-burguesas o no que conocía- vinieran a mi casa, y vieran claramente con quién se metían, me entró un afán constante de jugar limpio, enarbolando con altivez mi condición de "chico de barrio" -hasta un punto que sin duda debe de haber resultado chocante, casi exhibicionista.
Bueno. Luego de esta digresión tan larga vuelvo a aquella noche de Navidad, en que acercándome audazmente hasta su mesa, invité a bailar a Susana.
 Julio Carreras
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