Julio Carreras (h) - Mujeres II: VIII

Julio Carreras (h) - Mujeres II

Susana es el segundo relato de la serie "Mujeres". El anterior, "Carmina", cuenta la relación adolescente de un joven provinciano, con una porteñita de vacaciones. El siguiente, "La Negra" el mismo personaje con una militante revolucionaria de los `70 en Córdoba, Argentina.

Monday, May 16, 2005

VIII

Susana tenía que regresar a Córdoba el día 3 de enero por la tarde. La noche del 2 constaté que se me había acabado el dinero. Todo lo que obtuviera por la venta de mis equipos -¡una fortuna!- lo había dilapidado en una semana. Cavilaba sombríamente sobre esta realidad cuando llegó Susana. Nos habíamos habituado a que ella me fuese a buscar por casa a eso de las 8 de la noche, hora en que salíamos para volver recién después de las dos o tres de la madrugada.Fuimos en colectivo al centro y la invité a comer un par de carlitos y una coca cola en Siroco. Yo me tomé un porroncito. Después fuimos a Vértigo. Claro, allí no me cobraban. Sin embargo estuve bastante prudente con la bebida, porque tampoco podía abusar de los amigos. Por eso a la hora de volver, me sentía muy lúcido y sin ninguna inclinación a cometer locuras.Le dije entonces que estaba sin un peso y para regresar a nuestras casas tendríamos que caminar. Eran como las dos de la mañana, a esa hora ya no había colectivos. Ella no puso reparos y emprendimos el regreso cruzando la plaza, para caminar luego rectamente por la Libertad. Al llegar a la Belgrano se quitó los zapatos.Muchas veces había recorrido esa calle, regresando del centro o de visitar a Silvina. Al cruzar la Moreno empezaba a convertirse en algo muy agradable, con sus altísimos árboles a los costados, veredas anchas, y la estación que ocupaba un inmenso terreno tras de un alambrado, en el cual podían verse andenes, antiguas máquinas, galpones, todo entre misteriosas sombras proyectadas por los inmensos eucaliptos que la poblaban. La acequia de la Colón, y más tarde la de la Aguirre, con sus humedades de tierra, su césped, sus repentinos álamos y araucarias, proveían mayor encanto aún a la caminata. La calle era bastante ancha, pero se ensanchaba aún más al llegar a la Aguirre, para convertirse en boulevard. Ahí, a una cuadra y media de esa esquina donde se juntaban cuatro avenidas -la que venía del Sur, la de Huaico Hondo, la de la Sáenz Peña y la Libertad, que a la vez era la salida obligada para viajar a Tucumán y Catamarca-, allí, apenas pasando la hermosa plazoleta detrás de la cual se levantaban las torres de la capilla del Santo Cristo, en ese barrio lleno de jardines y grandes árboles, aromático de flores por todas partes, silente, compuesto de casas espaciosas, con techos entejados y a dos aguas, entre las residencias de las familias Conde y Beggeres: allí precisamente vivía yo.Cuando llegábamos a la vereda de mi casa le dije que viniera un rato a escuchar música conmigo y ella aceptó. Por esos tiempos mi padre se había puesto de novio y planeaba casarse por segunda vez. Para ello estaba construyendo una vivienda, independiente del resto de la edificación, en el espacioso patio de atrás. Hacia allí la conduje, atravesando el ancho pasillo que conocía muy bien. Ella me dio la mano. Era la primera vez que entraba a mi casa y debía hacerlo en la oscuridad.Con toda deliberación había preparado esa tarde la cama matrimonial de mi padre, que él aún no usaba, instalando mi potente grabador Phillips al lado, sobre una mesita de luz. Era uno de esos aparatos a cinta, pero cada cinta duraba una hora. Tenía colocada una de música muy lenta, la cual debíamos empezar a escuchar en el momento mismo en que nos ubicáramos sobre la cama. Desde el parlante comenzó a susurrarnos Sergio Mendes & Brazil 66 cuando lo encendí. No había otro mueble allí además de los mencionados, tampoco entonces oportunidad de elegir. Nos recostamos juntos; de inmediato fuimos deslizándonos por todos los ejercicios amatorios que podían conocer unos jóvenes de diecinueve y veinte años. Por mi parte me concentré en un lentísimo proceso de desvestimiento, esmerándome en quitar a mi cuerpo las prendas que llevaba -por suerte pocas- y también quitárselas a ella, con absoluta naturalidad y prudencia, para que ningún movimiento inarmónico pudiese romper el encanto o provocar en Susana una reacción contraria. Susana estaba un poco pasiva y por momentos se entregaba al proceso por el que yo, con serena determinación, procuraba llevarla; pero de a ratos percibía en su piel, o en algún brillo de sus ojos, cierta indecisión que me preocupaba. Al llegar al pequeño slip oscuro -la última prenda que le quedaba, pues yo me había desnudado por completo y a la vez había logrado quitarle lo que ella llevaba encima- me preparé para el salto final, la acción que debería llevarme al paraíso terrenal, con el que imaginaba culminaría la unión -cuando la lograra. Despaciosamente, comencé a bajar aquella pieza suave, mientras besaba su ombligo y la delicadísima piel de sus caderas con meticulosa dedicación. Ella hacía un pequeño esfuerzo por evitarlo, pero paulatinamente mis manos iban bajando, bajando la pequeña pieza, venciendo con cautela extrema la leve resistencia que oponía al rozar con la amorosa piel su textura bordada, deslizándola por los muslos combados, milímetro a milímetro, con cada vez menos dificultad mientras se iba acercando a las rodillas, pues hasta allí sus manos ya no alcanzaban y era evidente que tampoco ella quería efectuar ninguna acción brusca. En el momento en que la bombachita se había librado completamente de la zona más ancha de los muslos y comenzaba a bajar velozmente por las pantorrillas, cuando casi estaba llegando al tobillo, creí escuchar un fru-fru leve, como el rozar de ropas de alguien que se deslizaba en el patio; eso me distrajo un instante. Ya faltaba dar solamente un pequeño tirón y el slip iba dejar de constituir una molestia: debía quitarlo y tirarlo lejos. Entonces noté que la puerta había quedado entreabierta, e inexplicable, estúpidamente me levanté, impulsivamente, para cerrarla. Cuando volví a la cama -apenas un segundo después- ya era tarde; alcancé a ver a Susana levantando rápidamente el slip, colocándolo en el lugar donde se convertiría en interdicción, y comenzaba a vestirse. Me eché sobre ella tratando de disuadirla, pero me rechazó con suave firmeza."No, ya es tarde, ya me debo ir", me repitió. Estaba completamente fría. *No me quedó otra alternativa que vestirme también, para acompañarla. Hosco y meditabundo la despedí sin besarla, en la esquina de su casa. Me acosté rumiando mi rencor, maldiciendo mi estupidez por haberme levantado en aquel momento preciso, preguntándome si no había perdido una segunda oportunidad por no haberla obligado a quitarse el slip en el momento mismo en que se lo levantaba, apelando a mi fuerza. A esto último me contestaba que yo jamás violaría a una mujer; pero ello no calmaba mi desengaño y me sentía insatisfecho y contrariado hasta la obsesión.Continuaba sin resolver esa turbulencia interior y reflexionando sin cesar sobre lo sucedido cuando Susana vino a despedirse, después de almorzar. El día se había presentado tenuemente nublado, eran como las dos de la tarde. A las cuatro y media se iría. La miré por última vez, enmarcada por los ligustros, que mi abuelo modelaba con gran celo formando una tupida verja hasta la altura de nuestras cabezas. No había en su rostro ni una pizca de maquillaje, sus ojos se habían vuelto un poco melancólicos y más claros. A pesar de mi plena conciencia de que eran nuestros últimos momentos, no pude evitar agredirla. Es decir, lo hice con circunloquios y alusiones, sin proferir ninguna palabra que -según mi orgulloso machismo- me dejara como dolido por no haber logrado acoplarme con ella. Pero los tonos de mi voz y mi actitud general emanaban resentimiento, despecho, decepción, hasta un poco de rencor. Ella estaba asombrosamente calma y comprensiva, hasta compasiva: me di cuenta que comprendía perfectamente mis sentimientos, sin el menor asomo de sorna, y que si hubiese podido se habría desnudado allí mismo para complacerme y calmar mi angustia. Pero también con esa profunda sabiduría femenina que los hombres no alcanzaremos jamás, ella comprendía, al mismo tiempo, que no serviría de nada. Debíamos separarnos, nuestro tiempo había llegado al final.
 Julio Carreras
en Facebook