Julio Carreras (h) - Mujeres II: IV

Julio Carreras (h) - Mujeres II

Susana es el segundo relato de la serie "Mujeres". El anterior, "Carmina", cuenta la relación adolescente de un joven provinciano, con una porteñita de vacaciones. El siguiente, "La Negra" el mismo personaje con una militante revolucionaria de los `70 en Córdoba, Argentina.

Monday, May 16, 2005

IV

Al día siguiente fui a buscar a Susana y tuve que soportar a los tíos: una mujer que tal vez cuando joven fuera bella, a la sazón gorda, y un tipo de bigotes, también gordo, empleado de la policía, ambos un poco rústicos. Percibía cierta subyacente malevolencia en la impostada obsequiosidad de la mujer, por lo cual me sentí un poco incómodo durante todo el tiempo que permanecí allí. Nada particular. Me fastidiaba además alternar con los mayores, nunca me sentía cómodo con la gente madura.
Después de caretear un rato con los viejos, salimos a caminar por el centro con Susana. Primero le mostré mi casa, de tal modo que ella pudiese buscarme si lo deseaba.
Ella se resolvía en longuilíneas piernas perfectas y le encantaba lucirlas. Esa tarde salió con una minifalda audaz, cuya ingravidez provocaba todo tipo de retorcimientos en los hombres, quienes nos miraban pasar raudamente por las veredas , semiocupadas con las sillas de las confiterías y sus toldos bajo el ardiente sol del verano. Lejos de incomodarme, esta repercusión me infundía cierto orgullo fatuo; me sentía envidiado.
Desde aquella vez salimos casi cada noche con Susana. Ella conoció los boliches de Santiago (por ese entonces sólo dos: Vértigo y Help, pues El Ciervo, que en realidad había sido precursor, era un lugar muy desprestigiado) y alguna que otra confitería. Fue un carrousel vertiginoso de paseos, libaciones, ávidas audiciones de música a medialuz, bailar descalzos bajo la luz tenue, donde juntábamos nuestros cuerpos hasta el límite de lo permitido por la piel, y otras numerosas invenciones regocijantes para efectuar en común, como si estuviésemos corriendo una carrera, en la cual cada minuto adquiría un valor incalculable. En realidad yo sí la estaba corriendo, Silvina regresaría para el Año Nuevo. Y Susana también; aunque yo no me enteraría de eso hasta bastante después.
Los minutos eran vividos, pues, con cada uno de nuestros sentidos abiertos al máximo, pero también con una notable displicencia, que nos permitía no preocuparnos por nada y ejercer gran plasticidad en lo que hacíamos, de tal manera que ninguna perturbación viniera a estorbar los deleitables momentos transcurridos juntos. Hablábamos poco. Si hoy tuviera que repetir algún diálogo de los establecidos con ella no podría hacerlo. Nos limitábamos a disfrutar. La música. Los boliches. Las confiterías. La gente. El sol. La brisa nocturna y también la matinal. Por ese entonces no estaba permitido para una muchacha decente volver después de la una o dos de la madrugada, pero gracias a la vecindad y a que sus tíos conocían a mi familia fuimos ampliando ese margen, luego del extraordinario logro de que nos permitieran desde el segundo día salir solos. 
La segunda vez que fuimos a Vértigo la hice conocer "mi tema": What a wonderful World, de Louis Armstrong. Lo había descubierto entre los discos de Carlín y me había enamorado de su sentido, de su melodía, de su orquestación, de cómo lo cantaba el entrañable Louis; desde entonces lo usé cada noche como amuleto para comenzar mi trabajo de disc jockey con mi mejor ánimo. Esa noche me mandé una fanfarronada también, que casi me cuesta un mal rato. Era un sábado, y la pista principal se había llenado. Entonces nos apartamos en un pasillo donde se había instalado un sector de sillones muy recoleto. Llevado por la excitación del momento -y del alcohol- para demostrarle que allí se podía hacer cualquier cosa que a uno se le ocurriera, anuncié mi voluntad de estrellar contra la pared la gruesa copa de wishky que tenía en mis manos. Y antes de que ella me contestase siquiera lo hice, con gran fragor de vidrios rotos. Enseguida vino el mozo y limpió como pudo el lugar, ya que estaba muy oscuro. Luego de esa baladronada que ahora me parece estúpida pero a los veinte años me llenaba de autosuficiencia, la invité a bailar. Debíamos atravesar el pasillo hacia la pista, y como estábamos descalzos, uno de los pequeños vidrios que había quedado en el suelo me cortó un dedo del pie. Tuvimos que ir atrás de la barra para detener la sangre y curarme. Por suerte la herida era leve, así que con una curita provista por Carlín y colocarme de nuevo los mocasines el asunto quedó solucionado. 
Nada ni nadie nos molestaba, pues a diferencia de la mentalidad provinciana, sumamente gregaria, ambos teníamos esa actitud prevaleciente en la cultura de las ciudades grandes: la de concentrarnos en nuestro hacer, convirtiendo en algo absolutamente autónomo a la extraordinaria concertación lograda en esa pareja perfecta, sin haber hablado ni pensar siquiera -no tuvimos tiempo- en algún tipo de compromiso, ni presente ni futuro. Nunca dijimos te amo. Nunca pronunciamos: "te extrañaré". Nunca mencionamos siquiera la posibilidad de un noviazgo. Pero desde una perspectiva lejana, puede percibirse que se desarrolló entre nosotros una armonía tan profunda, como sólo es posible precisamente cuando se deja de lado cualquier tipo de razonamiento o especulación, para dejar fluir únicamente el ánimo de vivir cada minuto bien, entregándonos íntimamente sólo a ese dulce devenir.
 Julio Carreras
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